3/09/2006

La libertad del miedo.

El hombre progre occidental se encuentra, estos días, frente a un tire y afloje ético a causa de los famosos dibujitos de Mahoma. Por una parte, el hombre progre es gran defensor de la libertad de prensa, aunque la deteste; por otro lado, es muy cuidadoso de no parecer xenófobo, aunque lo sea. Y en esta situación, parece ser, estar a favor de lo primero implica no estarlo de lo segundo, y viceversa. ¿De qué lado debe ponerse el hombre progre para no dejar de ser progre? ¿A favor del derecho universal de expresarse, o a favor del derecho universal de no burlarse de otras culturas?

Lo que no he visto, sin embargo, es a intelectuales, opinadores y demás sabelotodos discurriendo sobre el miedo. Sobre el miedo liso y llano, humano, maricón e instintivo. El miedo paralizante, digo, que es mucho más poderoso que la libertad de expresión, y que la libertad a secas. El miedo, por ejemplo, a los que están locos y tienen revólveres o cuchillos en las manos.

En general, los héroes perpetuos y los cobardes a tiempo completo jamás son personas inteligentes o sensatas: van a piñón fijo, sin sopesar los matices y las necesidades de cada circunstancia. Las religiones, llevadas al fanatismo, tienen este defecto; los que se suicidan por Alá son tan ciegos como los que luchan por la erradicación del preservativo. Y ambos grupos van disfrazados y creen demasiado en un dios.

A mí, en lo personal, me da risa la defensa occidental de la libertad de expresión a rajatabla: esa heroicidad permanente. Me da risa porque el intelectual occidental sospecha que tal libertad existe, que goza de ella; tiene la seguridad de que todos la poseemos, de que es un bien a resguardar o conservar dentro de nuestras democracias. Y no. La libertad de expresión sólo existe en tanto lo expresado no ofenda a un idiota con pistola. Entonces, si la mitad del mundo es fanático (y lo es), la otra mitad no es libre un carajo.



Para cada uno de nosotros hay temáticas sagradas, o dolorosas, o humillantes, o vergonzosas, o no cicatrizadas, o que aún son complejos, o secretas, o también inmorales, sobre las que no quisiéramos que se practique el humor. Las hay en lo individual, y también en nuestra pertenencia a un grupo. Y lo cierto es que nadie entiende las costumbres de los demás.
Un señor de Londres se informa por la tele sobre las niñas jirafa: cientos de jovencitas que en Birmania, en pleno siglo XXI, llevan unos collares dolorosos en el cuello para que les crezca el cogote, cosa que allí parece ser sexualmente provocativo. La hija del señor londinense está vomitando en el baño para que le quepa un pantalón de la talla 34, mientras su padre se mortifica mirando la Nacional Geographic y agradeciendo haber nacido del lado occidental de este mundo.
Las "niñas jirafa" de Birmania. La foto es de Associated Press, y la noticia apareció en la sección Entretenimientos (lo juro) del diario argentino La Nación.
Engripados estamos todos, sólo que acostumbrados cada uno a nuestro catarro, y desacostumbrados a los mocos del vecino.

Para muchísima gente, dibujar a Mahoma parece ser la inmoralidad más grande de la historia, y no comprenden ni comprenderán nunca que otros se lo tomen a la ligera. A mí todo eso, la verdad, me chupa un huevo. Y sólo deja de chupármelo cuando quieren demostarte lo equivocado que estás pegándote trompadas o matándote. Ya no hay humor allí. Ya no hay nada más que personas desquiciadas.

Esto es así desde siempre. Desde la escuela primaria, que es el sitio en donde todos empezamos a educarnos en la crueldad del humor, en donde aprendemos a ser víctimas o verdugos del chiste, en donde con mayor o menor ironía recalcamos y exageramos las diferencias del otro.

El niño de escuela primaria que bautiza “cuatro ojos” a su compañero miope, sea quizás, de mayor, un humorista. Pero el niño de escuela primaria que bautiza “cuatro ojos” a un compañero miope con navaja, será, desde entonces y para siempre, un imbécil.

Y ni éste ni aquél tienen derecho a la libertad de expresión, ni la tendrán nunca, porque el otro estará siempre al acecho con el filo de su chiste o con el filo de su navaja. Lo que tienen ambos niños, lo que tenemos todos en este mundo desde que somos chicos y para siempre, es muchísimo miedo a que los demás, sin motivos aparentes, practiquen con nosotros la crueldad.

Este artículo es un resumen copipasteado, aquí el original.

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