4/11/2006

Perlas en la red

Cuando, reposadamente, nos ponemos los contertulios a discutir sobre las declaraciones de los políticos, damos por sentado que son sinceros, que no vienen aleccionados, que no tienen intereses partidistas y personales. En ese momento, cuando cada cual defiende su ideología política, no existe la parcialidad, excepto en el otro, en el enemigo.
Luego, cuando se habla de los políticos en general, pocos hay que no los tachen de corruptos, astutos, perversos, opresores, mentirosos y majaderos. Ponen al político a caldo, pero sin personalizar. El que siempre miente es el del partido contrario a mi ideología, ese es el político, ese es el corrupto, astuto, perverso, opresor, mentiroso y majadero.
Se hacen la ilusión de ser libres y razonables, renegando muchas veces de las siglas de su partido, aunque no de su ideología. Ante sus adversarios son personas objetivas, circunspectas, acusándolos a ellos de todos los vicios ideológicos.
Porque lo que en realidad se discute sobre la tregua de ETA, no es cuáles son los hechos realmente, sino cuál es la mente más lúcida y cuál la más perversa. Ocurre lo mismo entre los intelectuales; el juego ya no consiste en averiguar la verdad, sino en manifestar ante la opinión pública quién es el político más imparcial y desinteresado, o cuál es más fiel a la ideología en cuestión que a los intereses partidistas.
Y nosotros, siguiendo su juego, lo tragamos todo, oímos las declaraciones de esos políticos a los que por lo general despreciamos, pero que en ese momento, por lo bonito que nos lo pintan todo, tienen razón. Son grandes publicistas, y grandes simplistas; enseñan política para beatos, para que aunque los despreciemos las más veces, en nuestro subconsciente, por unos cuantos valores que ya nos han inculcado, unos intereses creados a base de oír su labia religiosa y demagógica, nos acordemos de que hay que ir a votar.
Es la sociedad la que los ha generado, pero son ellos los que a su vez tiran de ella, estirando del cabo para que un íntimo pensamiento pase a convertirse en una causa del colectivo, y a base de mucho repetir que queremos la paz, como es en efecto que la deseamos, se nos hace creer que estamos en una guerra y que tenemos que pagar algo.


Es imposible entender nada en el mundo político, no es cosa de razonamientos, ni de intelectuales. El idealismo es delicioso, pero son los políticos quienes forjan el idealismo con su práctica política; ahora los intelectuales sólo se preocupan de estirar de los ápices, plasmar por escrito las ideologías, mientras los jóvenes adoctrinados, su caballo de batalla, encabezan las manifestaciones.
Todo esto viene a colación de que enseguida nos dejamos embaucar por lo que observamos, por el poder de las palabras, cuando hasta el más minúsculo detalle de la política está debidamente mascado para obtener los fines políticos. También la tregua de ETA, queramos o no, no es cosa que sale de la noche a la mañana; los nacionalismos viejos y los métodos violentos no se derriban con bonitas palabras. Sólo a veces se monta una miscelánea entre palabras y violencia, paliando un poco a los violentos y arrastrando a la violencia a los palabreros. He ahí el engaño, los votantes sólo juzgan por lo que les llega, sus ojos están tapados por la facundia zapaterista.
Pero, sin embargo, las malas lenguas y las mentes malpensadas de los periodistas, los que no creen a pies juntillas en la entelequia de las palabras, las treguas permanentes, las guerras o las paces, son los que llevan precisamente las de ganar. Nada de juegos, ni de treguas, ni mundos bucólicos en que los etarras van a dialogar como corderitos. La paz es sólo una condición de la guerra; donde hay guerra, bien puede haber diálogo, pero donde no la hay, ni siquiera hay tregua, y mucho menos permanente. Donde no hay guerra, hay política, hay mentiras, hay juegos de superchería.
Basta que el socialista y el nacionalista se pongan el mismo disfraz y se sienten a la misma mesa para que las masas indoctas piensen que ellos también forman parte de la democracia. He ahí lo que tenemos, una democracia postiza donde todo el mundo utiliza nombre falso y llama a las cosas con otro nombre del que tienen. El eufemismo hace a los escépticos dudar; cuando digan las cosas claras, cosa que cerraría los caminos de vuelta, tal vez haremos un enorme esfuerzo de fe.


Samuel

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