Sobre atolones
Historias de la mar salada
Bajé ligero hasta las entrañas del monstruo mientras advertía el miedo que se mascaba en los caretos desencajados de los de cubierta, que apremiaban muy nerviosos...ellos no iban a bajar y quedaban en nuestras manos, los de máquina.
Habíamos partido de Monrovia, en Liberia y nuestro rumbo iba pegado a la costa, muy cerca del continente africano a la altura de Senegal. Marchábamos a Roterdam a llevar 100.000.000 kilos de canicas de mineral, piedrecillas redondas, ya que nuestro barco era un OBO que lo mismo cargaba fuel que mineral triturado. Cuando los de cubierta bajaban a las bodegas a hacer algo al salir, directamente tiraban los buzos de trabajo empapados de chapapote, no se podían limpiar sin estropear las lavadoras.
Y eso que el jabón que se usaba era sosa cáustica rebajada.
En unos minutos el barco sin gobierno se atravesó a la mar y comenzó a derivar con el viento hacia tierra.
En la máquina quedó clara la situación tras un breve vistazo, una válvula se había agarrotado y había que cambiarla y echar a andar aquello de nuevo antes de encallar en la costa.
Recurrimos a una grúa puente para sacar la atascada y quitarla, al quedar libre y suspendida de las cadenas aquello se convirtió en una tómbola oscilante y a uno por poco lo aplasta contra un mamparo.
La válvula de acero de dos metros de alta, a saber lo que pesaba aquello, oscilaba con los movimientos del barco, bastante acusados al estar al pairo y sin timón. Y es que si no funciona la hélice de bien poco vale el gobernalle. De adorno.
Coseguimos dejarla arrumbada en un lado y fué aún más dificil abocar la nueva en su sitio, milagrosamente sin ninguna mano aplastada o algo peor.
Luego acabar de montarla, como estaban al aire como quien dice no nos costó mucho tiempo. En un motorcillo de cortacésped quizás hubiera sido más complicado, aunque desde luego, mas ligero.
Lo bueno fué cuando le dimos al aire comprimido y aquello empezó a girar y arrancó...de nuevo el corazón del barco latía, cobraba vida el timón y sobre todo, treinta y tres desesperados emitían un alarido de gratitud.
Bien a tiempo, al subir a cubierta allí estaban las rompientes, blanqueando las espumas en aquél amanecer lisérgico, mientras comenzábamos a alejarnos de sus caricias.
Los caretos volvían poco a poco a su ser, taciturnos, aburridos, alcoholizados, marinos de la mercante de nuevo, tras unas horas en que las fisonomías, y las almas, habían hecho, por fin, algo de ejercicio...
Yo intenté festejarlo a mi manera, tenía una apuesta conmigo mismo; tirar un lapo que pudiera llegar a la mar.
Es que era decepcionante, escupías por la borda y siempre le dabas al casco del barco, de tan alto que era la borda sobre el nivel del agua.
El escupitajo describía una trayectoria perfectamente parabólica atraido por la masa del mastodonte y de todas todas, acababa estampado allí abajo contra el hierro.El mar quedaba muy lejos.
Aquella madrugada estaba animado y con todas mis fuerzas y aprovechando que íbamos cargados proyecté mi dardo contra el horizonte.
No se veía un carajo y no lo ví caer, pero supongo que aquella vez debí lograrlo.
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