12/19/2006

Historias saladas

Con el pretexto de un compromiso adquirido voy a narrar unas pinceladas de lo que fueron mis únicas singladuras a bordo de la mercante.
Sobre atolones
Historias de la mar salada

Salía yo de cumplir el servicio militar obligatorio en no muy buenas condiciones mentales y no me ocurrió otra cosa que meterme en un mercante.Corrían inicios de los ochenta.
Dieciocho meses en un cuartel de instrucción de marinería con el boom boom boom del tambor día tras día, hora tras hora y, con un capitan de infantería de marina que el mismo día que llegué allí destinado, procedente del Cuartel de Instrucción de Ferrol, me sacó de la litera a la noche y me mandó llamar a su despacho, donde me informó que debido a mis antecedentes (yo ya había pasado por la cárcel poco antes) me iba a vigilar con lupa y a estar permanentemente encima de mí, como efectivamente así fué. El vasco, único vasco, con la orden expresa de no tocar un arma, fuera del machete de guardia dentro del cuartel cuando me tocaba imaginaria en el sollado, portero de noche de un centenar y medio de marineritos.

Pero esta es otra historia, retomando el rumbo entonces nos situamos en Amsterdam, a donde me mandó la compañía en la que me enrolé como limpiador de máquinas, último escalafón en aquél petrolero de cien mil toneladas dividido en principio entre "puente" y "negros", definiciones del argot mercante que expresa la nítida distinción entre oficiales y marineros. Bramanes e intocables.

La noche en Amsterdam fue muy divertida, estábamos en los inicios de los ochenta y acabé haciendo un colega que me enseñó la noche de allí y los tugurios mas de moda, incluyendo un local gay lleno de tipos musculosos y mucho cuero negro, que tenía un pito enorme de neón en el techo destellando indicando el interior del local, donde en una inmensa sala a oscuras vete tu a saber lo que ocurría, con el estruendo de la música a tope.
Así que me tomé mi birra cerca de la puerta de salida, por si las moscas.
Dormí en casa del colega y las cuatro arriba, a coger un bus allí al lado que me llevó limpiamente cuarenta kilómetros urbanizados mas allá hasta un muelle de carga perdido, donde estaba atracado un cajón inmenso entre negro y color óxido de cien mil toneladas.
Entrar allí dentro fué casi tan desilusionante como cuando arribé a la universidad, aparte de dimensiones mastodónticas aquello era un muermo.





La naviera, la Krup, la de los cañones de la II guerra mundial, tenía el barco con bandera liberiana, para evitar impuestos ya sabes, y el capitán y el jefe de máquinas alemanes, el resto de la tripulación españoles, vascos y gallegos todos.
Anteriormente habían desfilado durante tres años un número indeterminado de chinos como tripulación, con el viejo y el chief de máquina alemanes, claro, que debían salir muy baratos pero habían dejado el trasto hecho unos zorros, con la mitad de las cosas estropeadas , dos dedos de óxido en cubierta y mierda a go go, (con razón enviaron tres limpiadores de máquinas cuando sólo suele haber uno).
Muchos cartelitos escritos en chino por todas partes, eso si.
Así que la esforzada y mejor pagada tripulación española debíamos en un año (dos relevos) devolver al barco su navegabilidad y usabilidad, no se en que orden. Y a fe que lo hacíamos.
Recuerdo que allí en Amsterdam pillé un buen surtido de mis vicios preferidos, y gracias a una piedra de cashemir con la que me liaba mis petas pude aguantar una semana metido todo el día en los colectores de salida de cada cilindro, desmontados, para meterme dentro de aquél cilidroide de hierro con una pistola de agujas de aire (especie de taladro con un montón de agujas gordas de hierro que martillean alternadamente la superficie a las que las apliques) a quitar el dedo de carbonilla petrificada que los tapizaban.
Estuve escupiendo hollín un mes. Por supuesto no te daban ni una mascarilla, las gafas justo justo, te forrabas de telas y pañuelos y pa dentro
El trabajo mas usual era limpiar mamparos, paredes de hierro, con cepillos con largos mangos y baldes de un detergente que si bien arrancaba de forma misteriosamente fácil la grasaza que impregnaba todo asimismo convirtió mis manos en unas zarpas agrietadas que no podía reconocer. Aquél disolvente nos chorreaba por los guantes y al bajar las manos se metía dentro de ellos, con lo que era casi mejor no usarlos, (eran p. guantes de cocina).

El caso es que una noche a las cuatro de la madrugada la máquina cesó de latir y un desascostumbrado silencio, o mas bien la ausencia de la vibración que trasmitía a todo el barco nos despertó a todos por arte de magia.
Todavía estaba pensando en que significaría aquello cuando ya se oían gritos desascontumbrados por los pasillos reclamando que los de máquinas bajásemos al tajo.

Otras veces habíamos tenido que bajar a la noche, para recoger fuel pestoso y arreglar alguna tubería reventada, que tenían la mala costumbre de romperse a esas horas, pero aquello era diferente, con el silencio de la máquina dormida.
....
Continuará

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